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Entre la inequidad y el secreto

A veces, no pocas, me da la impresión de que somos un país de risa loca.

Y no quiero entrar de lleno al muy justificado reclamo por una norma a la que se le quitaron los dientes y que los políticos de siempre, nos venden como la madre de todas las reformas en materia de combate a la corrupción. Pero aún sin quererlo hacer, es quizá inevitable pensarse burlado, vejado una vez más. Sobre todo, cuando el que el Congreso no haya caminado ese kilómetro extra, tendrá impacto en nuestra forma de vida.

La legislación general en materia de responsabilidades de servidores públicos se ha quedado no sólo corta sino que al no tener los alcances propuestos de inicio, en realidad se trata de una concesión graciosa más, por parte de un Estado que de este modo, mantiene el control. Un Estado que cada vez más, da la espalda a la ciudadanía y se explaya en un monólogo que le endiosa y aleja del cumplimiento de sus altas encomiendas pero también, de su representatividad.

Los votos y los posicionamientos en contra, los silencios, las ausencias y los disimulos. Estratagemas todas, para seguirnos manteniendo fuera de la posibilidad de ejercer un verdadero escrutinio ciudadano. El sistema de control interno, diseñado para lavar la ropa sucia en casa, pareciera haberse abierto y cambiado de pivote si se piensa (muy inocentemente) que la mayor influencia de la Auditoría Superior de la Federación, de modo automático implica autonomía en la conducción de las investigaciones al dar un menor peso y relevancia a la agonizante Secretaría de la Función Pública, tal como la conocemos.

Pero la realidad parece ser otra. El control del Estado mexicano moderno se ha sofisticado al grado de que si se requiere, funciona con una lógica de oligopolio y así, lo hemos visto; se autoconserva con coaliciones teóricamente impensables, cerrando filas a través de mecanismos informales de protección de clase y al extenderse a los efectos de lo que se legisla o no, pero desde la definición misma de los participantes en los diálogos relevantes y no sólo de la agenda. El objeto pareciera evidente en muchos casos: seguirse mandando solos.

En este sentido, la reforma constitucional en la materia, se ha quedado coja desde antes de estrenar sus piernas y echar a andar.

Los mecanismos extraordinarios y alcances igualmente extraordinarios que se proponía fueran contemplados por la Ley General de Responsabilidades, encontraban su justificación en la también extraordinaria situación que vivimos. En otras palabras y como reza el dicho: “a grandes males, grandes remedios.”

El resultado, tristemente dista mucho de lo que se requería. Lo peor es que los efectos de no ir a fondo y no atacar el problema de un modo efectivo y de raíz desde la Constitución federal, se replicarán a nivel local.

Y es que un marco constitucional con vacíos y espacios aprovechables para maniobrar al margen de la ley; a nivel local se traducirá de igual modo en ventanas de oportunidad para la ilegalidad. Las definiciones básicas generales se encuentran inacabadas y el problema es que serán llenadas por interpretaciones muy proclives al manejo político y la conveniencia de los intereses de los gobernadores en turno. No olvidemos que somos un país en el que un Gobernador puede tener una presa en su rancho y un Jefe de Gobierno puede vivir autoexiliado en Europa, sin mayores consecuencias.

Incluso, cualquier constitución o legislación local que quiera ser progresista o ir más allá de lo reformado a nivel general por el Congreso de la Unión, es claro que corre el riesgo de ser declarada inconstitucional o ilegal.

Esto me hace pensar en el limitado y escaso marco de acción que tendrá una Legislatura local o un Constituyente como el de nuestra Ciudad de México de cara a los trabajos que deberá realizar en la materia. Es obvio que no tendrán mucha más opción que proteger secretos y garantizar que la ciudadanía no vaya más allá en el control que pueda ejercer.

Se creó así una fachada de cumplimiento, voluntad de cambio y profunda convicción. Una fachada con mejor apariencia que la anterior pues ha sido remozada. En esta, la Secretaría de la Función Pública (o su sucesora) y sus equivalentes a nivel local, se encargarán de lo poco relevante para que una autoridad emanada de un poder diferente, el Legislativo; sea la que se encargue de ir a fondo y combata de manera frontal la corrupción desde una posición de presunta autonomía.

Lo que cabe quizá preguntar es si esto es en verdad así.

Aclaro al amable lector que no es “sospechosismo” por parte de quien escribe y mucho menos, la idea de que todo es un “complot”.

La pregunta tiene sentido si vemos cómo el Congreso diseñó una Reforma Política de la Ciudad de México garantizando el poder de decisión a unos cuantos y negándoselo a los ciudadanos.

La pregunta tiene sentido quizá también, si pensamos (amén de filias y/o fobias político partidistas que Usted o yo podamos tener) que por decisiones y pactos políticos, Morena tendrá una representación de poco más del 20% en el Constituyente de la Capital, a pesar de haber obtenido cerca del 36% de la votación válida emitida en las poco concurridas elecciones del 5 de junio anterior.

La cuestión planteada, tiene sentido si pensamos que el Congreso habría tenido que cumplir con los plazos que el Constituyente Permanente de la Unión le dio para emitir la legislación general en materia de combate a la corrupción y por motivos políticos, lo postergó hasta después de las elecciones recién ocurridas en diversos estados del país y todo, para salir con semejante remedo de norma de fondo.

El caso es que la inequidad en la determinación de diseños, cuotas, marcos constitucionales, esquemas legales e interlocutores, beneficia a quienes detentan el poder pues les garantiza la continuidad en el ejercicio del control no sólo ciudadano sino también, de los efectos de la creación de normas.

Así, los secretos mejor guardados por nuestra clase política tanto federal como local seguirán a salvo y nosotros, al margen.

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